Homilía – IV Domingo de Adviento – Arzobispo de Panamá

Homilía – IV Domingo de Adviento - Arzobispo de Panamá

Homilía – IV Domingo de Adviento
Mons. José Domingo Ulloa Mendieta OSA
Catedral Basílica Santa María de La Antigua, Domingo 21 diciembre 2025

Hermanos y hermanas:
Al llegar a este cuarto domingo de Adviento, la Iglesia se sitúa a las puertas de la Navidad con un corazón lleno de expectación y esperanza. Estamos por dar la bienvenida al Rey de Reyes y Príncipe de la Paz. No lo hacemos como quien recuerda un acontecimiento del pasado, sino como quien se prepara para acoger hoy una Presencia viva que quiere nacer en medio de nosotros.

Hay que decirlo con firmeza y claridad. La Navidad no es un cuento para niños ni una tradición meramente emotiva. La Navidad es la respuesta de Dios al clamor profundo de la humanidad.

Dios entra en nuestra historia concreta, marcada por heridas profundas y necesitada de reconciliación, para ofrecernos una paz verdadera y duradera. Lo hace en medio de un mundo atravesado por la violencia, la injusticia, la desigualdad, el miedo y la pérdida de la fraternidad; una realidad que no nos es ajena, porque la vivimos en la sociedad, la sufrimos en nuestras familias y muchas veces la cargamos en lo más íntimo del corazón.

Frente a este panorama, Dios no responde con imposiciones ni con demostraciones de poder, sino con la ternura de un Niño, que nos revela que la verdadera fuerza está en el amor que se hace cercano y en la esperanza que no defrauda.

Es un Dios que se hace pequeño, pobre y cercano, para revelarnos que la verdadera fuerza no está en dominar, sino en amar. Por eso el profeta puede anunciar con esperanza: «Él mismo será nuestra paz». Cristo no trae una paz superficial ni frágil; Él es nuestra paz, porque reconcilia al ser humano consigo mismo, con los demás y con Dios.

Por ello. celebrar la Navidad no es solo contemplar un misterio, sino asumir un compromiso. No podemos adorar al Niño en el pesebre y cerrar el corazón al hermano. No podemos esperar al Príncipe de la Paz y seguir alimentando la división, la violencia o el egoísmo. Acoger a Cristo implica dejar que su amor transforme nuestra manera de vivir.

En este camino, María y José son para nosotros maestros de fe. Ellos no lo comprendieron todo, pero confiaron. No contaron con seguridades humanas, pero se pusieron con humildad al servicio del designio de Dios. Su testimonio nos recuerda que la fe no consiste en tener todas las respuestas, sino en creer que Dios guía la historia con sabiduría y amor.
También nosotros estamos llamados a esa misma actitud: abrir el corazón, servir el plan de Dios con sencillez y confiar en que la Providencia no abandona a quienes ponen su vida en sus manos.

Bendición de las madres gestantes
En este tiempo santo de espera y esperanza, queremos elevar ahora una oración especial por las madres gestantes y realizar sobre ellas una bendición. La Navidad es la celebración de un nacimiento. Por eso, en cada vientre de una embarazada contemplamos el milagro sagrado de la vida que crece y el misterio silencioso de un Dios que sigue confiando su creación al corazón de una madre.

Cada madre gestante, a ejemplo de la Virgen María, vive su propio “sí” cotidiano; un sí pronunciado a veces con alegría y otras en medio del cansancio o la incertidumbre, pero siempre sostenido por el amor. Por eso afirmamos con fe que cada madre es un santuario vivo, donde Dios continúa obrando.

Pedimos para ellas salud, fortaleza y paz interior; el acompañamiento cercano de sus familias y de la comunidad; y la certeza de que no estan solas. Que la Virgen María, Madre de la Esperanza, las cubra con su manto y las sostenga en este camino de vida.

Bendición de los Niños Dios del pesebre
Asimismo, bendeciremos las imágenes de los Niños Dios que serán colocados en nuestros belenes. Este gesto sencillo y profundamente significativo encierra una catequesis viva de nuestra fe. Al colocar al Niño en el centro del hogar, proclamamos que Cristo es el centro de nuestra familia, de nuestra historia y de nuestra esperanza.

El belén no es un adorno más. Es una escuela de fe y de humanidad. En el silencio del pesebre aprendemos la humildad de Dios, la sencillez del amor verdadero y la grandeza del servicio. Allí descubrimos que la auténtica grandeza no está en el poder, sino en la entrega.

Al colocar al Niño Jesús en el pesebre, expresamos con gestos lo que creemos con el corazón: que queremos que Él nazca también en nuestra vida, ilumine nuestras decisiones y transforme nuestras relaciones.

Llamado final
La Navidad es también tiempo de reencuentro familiar y de reconciliación. No se trata solo de compartir una mesa, sino de reencontrarnos desde el corazón, sanando vínculos y reconstruyendo puentes. Sabemos que en medio de la alegría también hay nostalgia, sillas vacías y rostros que extrañamos. Esa nostalgia no es falta de fe; es expresión del amor que permanece.
Como cristianos, creemos que la vida no termina, sino que se transforma. Por eso, incluso en medio del recuerdo y de la ausencia, la Navidad es anuncio de esperanza.

Y como nación, esta celebración nos interpela con fuerza. No podemos acoger al Príncipe de la Paz y permanecer indiferentes ante la injusticia, la exclusión, la violencia o la corrupción. La paz que Cristo trae no es evasión de la realidad, sino fuerza transformadora de la vida personal, social y nacional.

A las puertas de celebrar el Nacimiento del Salvador, elevamos una súplica sencilla y profunda. Oramos para que esta Navidad no pase de largo por nuestra vida, que no se quede en una fecha marcada en el calendario ni en un conjunto de gestos repetidos, sino que se convierta en un verdadero encuentro transformador con el Dios que se hace cercano.

Pidamos la gracia de dejarnos tocar por el misterio del Niño Jesús, de permitir que su fragilidad desarme nuestras durezas, que su pobreza cuestione nuestras seguridades y que su luz ilumine las zonas oscuras de nuestro corazón. Que Él no encuentre puertas cerradas por la indiferencia, el egoísmo o el cansancio espiritual, sino corazones abiertos, dispuestos a acoger, a perdonar y a volver a empezar.

Que esta Navidad sea también un tiempo de reconciliación en nuestras familias: que el pesebre nos invite a sanar heridas, a reconstruir diálogos rotos, a mirarnos con ternura y paciencia. Allí donde hay silencios prolongados, resentimientos antiguos o distancias dolorosas, que el Niño Dios siembre gestos nuevos de cercanía, escucha y amor sincero.

Que el nacimiento de Jesucristo sacuda nuestra conciencia y nos lleve a asumir con responsabilidad la tarea de reconstruirnos como sociedad. El Niño de Belén no es un símbolo decorativo ni una emoción pasajera; es el Dios vivo que irrumpe en la historia haciéndose pequeño y desarmado, que desde esa pobreza nos cuestiona. En su rostro se nos revela la dignidad inviolable de cada ser humano, sobre todo de quienes han sido relegados, silenciados o descartados; los pobres, los olvidados, las víctimas de la violencia, de la injusticia y del abandono.
Celebrar la Navidad con autenticidad nos exige ir más allá del pesebre y dejar que el Evangelio transforme la vida concreta. No basta cantar villancicos ni conmovernos ante la escena de Belén si no estamos dispuestos a una conversión personal y social. La Navidad verdadera interpela y compromete.

Que el nacimiento de Jesucristo nos mueva a asumir responsabilidades reales y concretas como sociedad, cada uno según el rol que nos corresponda. El Niño de Belén no es solo un signo de ternura; es una llamada exigente a la conciencia. En su pequeñez, Dios nos recuerda que la dignidad humana no se negocia ni se descarta, y que el rostro de Cristo se reconoce de manera especial en los pobres, los excluidos y en quienes sufren violencia, injusticia o abandono.

Vivir la Navidad con verdad significa pasar del pesebre a la vida cotidiana. Significa defender la vida desde su concepción hasta su fin natural; acompañar a las madres gestantes y a las mujeres de la violencia; proteger a nuestros niños y adolescentes, y no acostumbrarnos jamás a la pobreza, la desigualdad ni a la exclusión. Significa trabajar con decisión por una sociedad donde haya educación de calidad, acceso a la salud y oportunidades reales de trabajo digno para todos.

La Navidad nos compromete, además, a cortar de raíz los círculos de violencia que hieren nuestra convivencia, a rechazar toda forma de corrupción que degrada la vida pública y a optar decididamente por la reconciliación y la paz, que comienzan en el corazón, se construyen en la familia y se proyectan en la comunidad y en la nación. No podemos celebrar al Príncipe de la Paz mientras toleramos la indiferencia, la injusticia o el abuso del poder.

El Niño de Belén nos obliga a volver la mirada hacia quienes con frecuencia quedan fuera del centro de nuestra atención como son los enfermos, los adultos mayores, los migrantes, los privados de libertad y tantas personas que viven la soledad y el abandono. En ellos, Cristo sigue pidiendo acogida, cuidado y dignidad.

Finalmente, el pesebre nos convoca a educar en valores sólidos y duraderos, a sembrar fraternidad donde hay división, honestidad donde hay corrupción y respeto donde hay desprecio. Solo así podremos edificar un país en el que nadie sea descartado y en el que cada persona tenga un lugar, una voz y una esperanza.

Que esta Navidad no pase sin transformarnos. Que Cristo encuentre en nosotros no solo cantos y luces, sino una sociedad comprometida con la vida, la dignidad y la esperanza.

† JOSÉ DOMINGO ULLOA MENDIETA, O.S.A.
ARZOBISPO METROPOLITANO DE PANAMÁ
PRESIDENTE DE LA CONFERENCIA EPISCOPAL PANAMEÑA


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