HOMILÍA FIESTA DE LA SAGRADA FAMILIA

HOMILÍA FIESTA DE LA SAGRADA FAMILIA

HOMILÍA FIESTA DE LA SAGRADA FAMILIA

Mons. José Domingo Ulloa Mendieta OSA, arzobispo Metropolitano

28 de diciembre 2025, Parroquia Sagrada Familia

“La familia lo es todo: corazón de la

fe y alma de Panamá”

Queridos hermanos y hermanas:

Hoy la Iglesia nos invita a mirar hacia adentro, hacia ese lugar sagrado donde comienza la vida y se aprende a amar.

Antes que las instituciones, antes que las leyes, antes que cualquier proyecto social, existió la familia.

Y por eso, en esta fiesta tan entrañable de la Sagrada Familia, podemos proclamar con serenidad y convicción una verdad que no pasa de moda ni pierde fuerza con el tiempo: la familia lo es todo.

No se trata de una frase emotiva ni de una consigna del pasado. Es una certeza profundamente humana, social y cristiana. La familia lo es todo porque es el primer regalo de Dios, el primer hogar donde aprendimos a confiar, a respetar, a compartir y a creer. Allí se forma el corazón de la persona, se despierta la conciencia y se siembran las bases de la fe y de la convivencia social. Antes de aprender a caminar por las calles del mundo, aprendimos a caminar en el pasillo de nuestra casa; antes de hablarle a la sociedad, aprendimos a hablarle a nuestra madre, a nuestro padre, a nuestros abuelos y hermanos.

Hoy damos gracias a Dios no por familias ideales, sino por familias reales. Familias con luces y sombras; con alegrías y cansancios; con heridas abiertas; y también con una enorme capacidad de entrega silenciosa. La familia nunca ha sido perfecta —nunca lo ha sido—, pero sigue siendo insustituible.

Cuando la familia se debilita, la persona se resiente; cuando la familia se fractura, la sociedad entera paga las consecuencias. Por eso, cuidar la familia no es solo un deber privado, es una responsabilidad social y una misión cristiana.

En un mundo que muchas veces relativiza los vínculos, banaliza el compromiso y promueve el descarte, hoy la Iglesia levanta la voz para recordar que la familia sigue siendo el primer santuario de la vida, del amor y de la fe. Y desde ahí, desde el hogar, Dios sigue sosteniendo al mundo.

Con esta convicción profunda, dejémonos iluminar por el ejemplo de la Sagrada Familia y renovemos nuestro compromiso de cuidar, sanar y fortalecer nuestras familias, porque —no lo olvidemos— la familia lo es todo.

En la familia se comienza a construir nuestra identidad personal y social; allí se forma la conciencia, se aprende a distinguir el bien del mal y se despierta el sentido de responsabilidad.

En el hogar se transmiten valores que no pasan de moda y que ninguna tecnología ni sistema puede reemplazar. El respeto que reconoce la dignidad del otro; la honestidad que enseña a vivir con la verdad; el sacrificio que educa en la entrega; la solidaridad que nos hace sensibles al dolor ajeno; la responsabilidad que nos prepara para asumir la vida con madurez; y la fe que nos abre a Dios y da sentido a todo.

Y de manera muy concreta, es en la familia donde aprendemos a pronunciar tres palabras que sostienen toda relación humana y cristiana: por favor, gracias y perdón.

No son simples fórmulas de cortesía; son actitudes del corazón. Por favor educa en el respeto y en la humildad. Gracias cultiva la gratitud y nos libera del egoísmo. El perdón sana las heridas, reconstruye vínculos y nos devuelve la paz. Donde estas palabras se viven, el hogar se convierte en refugio y escuela de humanidad; donde se olvidan, la convivencia se resquebraja y el corazón se endurece.

Por eso, lo que hoy somos como sociedad es, en gran medida, el reflejo de lo que hemos aprendido en nuestras familias.

La forma como dialogamos, como resolvemos conflictos, como ejercemos la autoridad, como respetamos la ley y como cuidamos al más débil, tiene su raíz en lo vivido en casa.

No se puede exigir una sociedad justa si en los hogares se normaliza la violencia; no se puede pedir honestidad pública si en la familia se relativiza la verdad; no se puede construir paz en las calles si no se cultiva la reconciliación en el hogar.

Cuidar la familia es, por tanto, invertir en el futuro de la sociedad. Fortalecer la familia es fortalecer la educación, la convivencia y la paz social. Porque la familia no solo forma personas: forma ciudadanos y creyentes. Y cuando la familia educa en valores, la sociedad entera se beneficia.

Por eso, esta fiesta es también una llamada a proteger el tesoro de la familia de todo lo que la erosiona, de la violencia, del enojo permanente, de las palabras que hieren y de las actitudes que rompen la confianza. Si queremos un mundo mejor, el camino pasa necesariamente por cuidar la familia, fortalecerla y acompañarla, incluso cuando hacerlo exige sacrificio.

Aplicado a nuestra realidad panameña, este mensaje es urgente. Panamá se ha sostenido históricamente gracias a la fortaleza de sus familias. En tiempos de crisis económicas, sociales y morales, ha sido la familia la que ha dado contención cuando faltaban respuestas. Abuelas criando nietos, madres y padres multiplicándose para sostener el hogar, jóvenes asumiendo responsabilidades tempranas. Esta es la grandeza silenciosa de la familia panameña.

Pero también debemos hablar con verdad pastoral. La familia hoy está herida. Hay hogares marcados por la violencia intrafamiliar, la ausencia de uno de los padres, la precariedad económica, la falta de diálogo y una cultura que banaliza el compromiso, el perdón y la fidelidad. A esto se suma una profunda confusión de roles, fruto de un malentendido “modernismo” que debilita la misión educativa del hogar.

Hoy vemos padres que quieren ser solo “amigos” de sus hijos, renunciando a su responsabilidad de orientar, educar y corregir con amor. Se confunde cercanía con falta de autoridad, y confianza con ausencia de límites. Pero los hijos no necesitan padres que compitan con ellos; necesitan padres que los amen, los guíen y los sostengan. La autoridad bien ejercida no oprime; protege, orienta y da seguridad.

Vemos también abuelas y abuelos que, por presión cultural o temor a parecer “anticuados”, diluyen su identidad, cuando en realidad su presencia es una bendición insustituible.

Cada rol en la familia tiene un valor propio, y cuando se renuncia a él, los más vulnerables —los niños y los jóvenes— quedan desorientados.

A esto se añaden ideologías que pretenden redefinir la familia, relativizando su significado, debilitando el valor del matrimonio, de la complementariedad, de la apertura a la vida y de la transmisión de valores. Gracias a Dios —y esto hay que decirlo con esperanza— son minoría. Porque este pueblo panameño, en su gran mayoría cristiano, sigue creyendo en la familia fundada en el amor, el compromiso, la responsabilidad y la fe. Sigue creyendo en los valores que han cimentado nuestra historia y nuestra identidad.

Por eso, esta fiesta no es solo celebración; es un llamado a la conversión familiar y social. No podemos pedir un país distinto si no comenzamos por sanar nuestros hogares. No habrá transformación social sin familias fuertes, dialogantes y comprometidas.

En esta tarea, es justo recordar que la familia no puede ser dejada sola. Las autoridades del Estado y la sociedad en su conjunto tienen el deber moral y ético de crear las condiciones reales para que las familias puedan vivir con dignidad, sin sustituirlas ni debilitarlas, sino protegiéndolas y fortaleciéndolas como la principal célula de la sociedad.

Esto implica garantizar trabajo digno, acceso a educación de calidad, salud oportuna, vivienda adecuada, seguridad y políticas públicas que respeten y promuevan la estabilidad familiar. No se trata de asistencialismo ni de paternalismo, sino de custodiar aquello que sostiene el tejido social, porque cuando la familia es protegida, toda la sociedad se fortalece; y cuando la familia es ignorada o vulnerada, las consecuencias recaen sobre todos.

La Navidad que aún celebramos es una oportunidad privilegiada para ello. En Panamá, la Navidad sigue teniendo un fuerte sentido familiar: la mesa compartida, el recuerdo del que ya no está, el reencuentro esperado, la reconciliación pendiente. Que no sea solo una tradición cultural, sino una ocasión de gracia para volver a hablarnos con respeto, para perdonarnos y para recomenzar. La Navidad vivida en familia puede convertirse en un verdadero taller de humanidad.

Al contemplar a la Sagrada Familia de Nazaret —Jesús, María y José— descubrimos que no fue una familia ideal desde el punto de vista humano. Conocieron la incertidumbre, el exilio, la pobreza y el miedo. ¡Cuánto se parece esto a la experiencia de tantas familias panameñas hoy! Y, sin embargo, permanecieron unidos, confiaron en Dios y se cuidaron mutuamente. Por eso son modelo; no por la ausencia de problemas, sino por la fe, la fidelidad y el amor que los sostuvo.

Esta fiesta nos deja una convicción clara y exigente: si queremos un Panamá más humano, más justo y solidario, debemos comenzar por fortalecer la familia.

No habrá futuro sin hogares donde se eduque en el respeto, la solidaridad, la responsabilidad y la fe. No habrá esperanza sin familias que cuiden la vida, acompañen a los jóvenes y protejan a los más frágiles.

Pidamos hoy al Señor por todas las familias panameñas:

– por las que viven en armonía, para que perseveren;

– por las que están heridas o divididas, para que encuentren caminos de reconciliación;

– por las más pobres y excluidas, para que no les falte el pan, el trabajo ni la esperanza;

– por nuestros niños y jóvenes, para que encuentren en sus hogares amor, guía y sentido.

Que la Sagrada Familia bendiga nuestros hogares y bendiga a Panamá. Que nuestras casas sean verdaderas escuelas de humanidad y de fe.

Y que nunca olvidemos esta verdad que hoy proclamamos con firmeza pastoral: la familia lo es todo. Cuidándola, cuidamos también el futuro de nuestra nación.

† JOSÉ DOMINGO ULLOA MENDIETA, O.S.A.

ARZOBISPO METROPOLITANO DE PANAMÁ

PRESIDENTE DE LA CONFERENCIA EPISCOPAL PANAMEÑA

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