Homilía del Domingo 14º del Tiempo Ordinario – Encuentro con Bautizados y Confirmados adultos
Nadie es profeta en su tierra
Descubrir a Dios en lo Ordinario
El pasaje evangélico de este domingo es extraordinario. La acción del relato se desarrolla de esta manera. Jesús regresa a su tierra, a su pueblo de crianza, Nazaret. Llega con sus discípulos. Su fama ha llegado al pueblo antes que su persona, pues, aunque no pudo hacer allí ningún milagro, porque no encontró fe, sin embargo, la gente sí sabía que tenía sabiduría y poder para hacer milagros. La demasiada familiaridad con Jesús impide a los nazarenos hacer la opción de fe. ¿Acaso no es este el carpintero, el hijo de María, el hermano de Santiago, José, Judas y Simón? ¿No viven aquí, entre nosotros, sus hermanas? Es interesante constatar que esta misma pregunta que se hacía la gente de Nazaret acerca de Jesús, la siguen utilizando los adversarios de la Iglesia católica para sembrar dudas en los creyentes en torno a la fe recibida, para distraer a los creyentes de lo que es realmente importante. El evangelista san Marcos nos narra sin tapujo que Jesús fue rechazado, que sus propios parientes y paisanos no creyeron en él. En un escrito de propaganda, jamás aparecería un episodio así. Por eso debemos estar convencidos que los evangelios son escritos que pretenden suscitar en los lectores la fe en Jesús; no son escritos de propaganda ni de promoción de imagen. En el mundo actual el culto a la imagen es tan común en las campañas políticas, en el mundo publicitario y el de la farándula, que se vale de medias verdades, para destacar solo los éxitos y logros; mientras que los fracasos y falencias son ocultadas.
Los evangelios son escritos de la historia de la humanidad con todo lo que ella significa, pero que es iluminada por la Palabra de Dios, que nos permite leer nuestra propia historia personal o comunitaria que nos anunció como la fe nos puede transformar y salvar, porque Jesucristo se encarnó en la humanidad para hacerse uno con nosotros y mostrarnos el camino de la vida Eterna. Por eso, los evangelistas no se avergüenzan de decir que Jesús encontró resistencia entre los suyos, parientes y paisanos, que lo tenían por loco, y muchos no le creyeron; que la invitación a la fe no es una convocatoria a un seguimiento ciego, sino que es una llamada que va acompañada de discernimiento y reflexión.
En ambos casos –el de ayer y los de hoy– se trata de poner obstáculos para impedir la fe. En ambos casos, los enemigos de la fe utilizan a la parentela de Jesús para desacreditar la naturaleza de su identidad como Hijo de Dios, enviado de Dios, Salvador nuestro. Pues negar la virginidad de María, es como negar la condición divina de Jesús, pues esa virginidad es el signo de la divinidad de su Hijo, como la maternidad es el signo de su real humanidad.
Es muy duro estar consciente de esta verdad: Jesús es rechazado por los suyos, los que lo conocen desde niño.
Rechazado precisamente en su propio pueblo, pero en el fondo no rechazan a Jesús, lo que rechazan es su mensaje, porque es molesto y desestabiliza su comodidad e intereses particulares.
El mensaje de Jesús, tanto para sus paisanos como para nosotros provoca resistencias por sus exigencias y transformaciones personales y comunitarias, de ahí que intentemos frecuentemente ignorarlo, silenciarlo.
Podemos calificar de necios y cerrados a los paisanos de Jesús, pero no estará mal que nosotros mismos nos preguntemos con el evangelio en la mano si el Jesús en el que decimos creer es realmente el Jesús que nos presenta el Evangelio. ¿Será el Jesús que nos hemos moldeado a nuestra imagen y semejanza?
Proclamamos y decimos creer en la palabra de Dios, pero ¿le damos cabida en nuestro corazón y la concretamos en la vida? Jesús enseña que es posible decir sí con la boca y no con los hechos y, al contrario. También hoy surge otra pregunta: ¿qué piensa Jesús de nuestra fe? ¿Cómo nos ve Jesús? ¿Cómo personas de mucha o de poca fe? ¿Cuántos de nosotros, con nuestra vida, damos lugar a la incredulidad de los demás? Reconocemos el poder de Dios, pero en realidad no lo creemos. Nos puede suceder que no dejemos a Dios ser Dios.
No olvidemos que una cosa es tener fe y otra vivir la fe. Miren, esta incapacidad para ver más allá de las simples apariencias también la sufrimos en el entorno familiar, pues nos es muy difícil reconocer las cualidades y los éxitos de las personas que viven junto a nosotros, nuestros parientes, nuestros vecinos. No nos sorprendemos ante sus actuaciones positivas.
La excesiva cercanía nos impide valorarlos integralmente. Nos pasa a nosotros cuando hablamos de proyectos importantes y que requieren de personal especializado, y a los primeros que vamos desacreditando es a los propios nacionales. A pesar de tener una rica historia de proezas que hemos realizado -hombres y mujeres- que han mostrado que si es posible realizar grandes obras en Panamá.
Eso mismo le sucedió a Jesús; sus vecinos fueron incapaces de reconocer en Él al Mesías de Israel.
Según los relatos evangélicos, la verdadera dificultad para acoger al Hijo de Dios, no ha sido su grandeza extraordinaria o su poder aplastante, sino precisamente el encontrarse con un carpintero, hijo de María, miembro de una familia insignificante.
Por ello, Rinaldo Fabris, presbítero, biblista y teólogo italiano ha dicho que la raíz de la incredulidad es precisamente esta incapacidad de acoger la manifestación de Dios en lo cotidiano. Muchas veces, no sabemos reconocer a Dios en lo ordinario de la vida. A Dios lo podemos descubrir en las experiencias más normales de nuestra vida cotidiana. En el trabajo de cada día, en nuestras tristezas inexplicables, en la felicidad insaciable, en nuestro amor frágil, en las añoranzas y anhelos, en la vida diaria, en las preguntas más hondas, en nuestro pecado más secreto, porque Él tiene misericordia de nosotros, en nuestras decisiones, en la búsqueda sincera.
Tenemos la vista nublada. Necesitamos unos ojos más limpios y sencillos, y menos preocupados por tener cosas y acaparar personas. Una atención más honda y despierta hacia el misterio de la vida, que no consiste solo en tener espíritu observador, sino en saber acoger con simpatía los innumerables mensajes y llamadas que la misma vida irradia.
Dios no está lejos de los que lo buscan. Lo que necesitamos es liberarnos de la superficialidad, de las mil distracciones que nos dispersan y de esa actividad nerviosa que, con frecuencia, nos impide tomar conciencia de lo que es la vida y nos cierra el camino hacia Dios.
La vida de un cristiano comienza a cambiar de manera insospechada el día en que descubre que Jesús es alguien que le puede enseñar a vivir. Quiero invitarlos a acoger la presencia de Dios en lo ordinario, y a dejar que Él actúe en nuestra vida.
¿Qué significa que todo cristiano necesita formarse? En primer lugar, significa que la fe cristiana tiene que ver con la verdad.
Lo que creemos como cristianos no son cuentos o fantasías, sino acontecimientos verdaderos y realidades efectivamente existentes. La verdad en general para las personas es algo importante.
Cuando hablamos en serio nos interesa la verdad, sea la verdad de lo que se informa, de lo que se opina, de lo que se hace, etc.
Por contraste, sentimos una profunda frustración cuando nos descubrimos en el error, en la falsedad, o peor aún en el engaño. Cuando las cosas o las personas nos interesan, o nos asalta la posibilidad del error o del engaño, entonces indagamos, buscamos la verdad, o nos confirmamos en ella.
Hay por tanto, a este respecto, una doble necesidad de formación para el cristiano: una brota de la fe que quiere ser entendida y conocida como verdadera, y otra que surge de la propia constitución humana que somos, es decir, de que nuestra inteligencia sólo descansa en el gozo final de la verdad descubierta y alcanzada.
En segundo lugar, significa entender que la vida cristiana se aprende, que nadie nace sabiéndola, sino que Jesús El Maestro nos enseña a través de sus testigos acreditados a vivir una vida nueva según Su Evangelio. Por eso está la catequesis de la iniciación cristiana, a los demás sacramentos y otras múltiples formas en que la Iglesia enseña a sus hijos a vivir la fe en medio del mundo. Una manera muy propia de la fe es la formación de la conciencia m
oral cristiana. El discernimiento de la conducta del creyente en medio de las situaciones cotidianas ordinarias y extraordinarias. El cristiano quiere seguir a Jesús, y seguirlo implica “ponerse en su lugar”. Esto lo entendió muy bien san Alberto Hurtado al preguntarse: “¿Qué haría Cristo en mi lugar?” Ese discernimiento exige formación y acompañamiento espiritual.
En tercer lugar, significa acoger al Espíritu Santo actuante en la Iglesia, y que conduce a la comunidad creyente a la plena comprensión de Jesús. El Espíritu Santo nos enseña a llamar Padre a Dios, abriéndonos connaturalmente al diálogo orante con Dios Uno y Trino. Él es el Maestro de oración, de la verdadera oración cristiana, simple, sencilla, balbuceante y contemplativa, cargada de fuego y de amor que enciende la acción apostólica de los creyentes.
Por último, la necesidad de formación del cristiano se fales, y muchos grandes medios tradicionales con agendas muy definidas, las embestidas contra la Iglesia son atroces, al igual que los ataques contra el Papa Francisco, y debo decir que también hemos sido objeto de esos ataques, sin conocerme a mí, ni conocer el trabajo fiel y dedicado de tanta gente comprometida con esta Iglesia que peregrina en Panamá.
una necesidad aún más radical, la de relacionarnos íntimamente con Dios, de ser amados por Él y amarlo, de conocerlo siempre más y escuchar su Palabra. No se trata de “escuchar voces” sino de acoger, recibir, alimentarse, obedecer, hacer, poner en práctica la Palabra de Jesús. Las relaciones personales no sobreviven a punta de cosas (de ahí la triste tragedia del materialismo y consumismo contemporáneo), sino que se fortalecen y robustecen a base de encuentro personal y amistad. Somos personas a imagen y semejanza de Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo, y con Él sólo cabe el diálogo personal, simple, sincero y concreto. La Palabra de Dios es concreta, está en el Evangelio, y el rostro de Dios es concreto, Jesús de Nazaret, el Maestro. La formación cristiana, entonces, no es para ser más eruditos en cristianismo, sino para conocer vitalmente cuánto nos ha amado Dios en Jesús, y así saber cómo podemos agradarle siempre más, igual que lo hacemos cuando valoramos el inmenso amor de nuestras madres, y no sólo nos duele enormemente ofenderlo, sino que buscamos agradarle en todo. Eso es posible en la medida en que la
conocemos. El cristiano es siempre discípulo del Maestro, Jesús, que nos enseña a ser verdaderos hijos de Dios, nuestro Padre, hombres y mujeres que por su fe en Jesús, su esperanza en la venida de Cristo, y su amor crucificado llegan a ser sal de la tierra y luz del mundo.
El Papa Bergoglio
El Papa Francisco ha suscitado como ningún otro Santo Padre el interés de creyentes y no creyentes. Pero también ha provocado una oposición más o menos declarada de sectores eclesiales y eclesiásticos que no están de acuerdo con su línea. Se le acusa de cambiar la doctrina católica, cuando en realidad lo único que está haciendo es querer renovar la pastoral de la Iglesia. Al final será también signo de contradicción para unos y otros, aunque por diversos motivos. A unos les parecerá revolucionario, y a otros inmovilista.
Por eso el Papa Francisco -como Jesús- en algunos sectores fuera y dentro de la Iglesia es despreciado, precisamente por su mensaje, porque es molesto y desestabiliza a quienes quieren permanecer instalados para que no se afecten sus intereses particulares.
En estos días, con el ímpetu desenfrenado de las redes sociales
Como cristianos no podemos esperar que todo a nuestro alrededor sea un lecho de rosas. Es comprensible que el seguimiento al Maestro involucre las afrentas y agravios que sufrió el que es la roca de esta Iglesia; a quien en su tiempo no quisieron reconocer como el Mesías, y lo disminuyeron diciendo que solo era el hijo del carpintero, el hijo de María.
En la actualidad se sigue menospreciando a Jesús, se mira por encima del hombro su mensaje, sus enseñanzas y sus propuestas de vida. Estas y las agresiones contra la institución de la familia y la vida, por ejemplo, buscan fortalecer sus arremetidas, haciendo alarde de su repulsa al Papa, a los obispos y a la catolicidad toda.
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