Homilía Misa Crismal Mons. José Domingo Ulloa Mendieta OSA

Homilía Misa Crismal  Mons. José Domingo Ulloa Mendieta OSA

Catedral Basílica Santa María de la Antigua, martes 15 de abril 2025 

Queridos hermanos sacerdotes:

Para este su servidor y Obispo, es motivo de mucha alegría presidir con mi presbiterio por decimoquinta vez esta solemne Misa Crismal en nuestra Catedral Basílica Santa María de la Antigua en este tiempo de gracia, como es el año Jubilar “Peregrinos de esperanza”. donde nos congregamos como Iglesia Particular de esta amada Arquidiócesis de Panamá.

En este santo lugar me sorprende la belleza que nos da la Liturgia, uniendo la Asamblea que expresa una Iglesia viva, que canta, que celebra, que proclama la Palabra y que escucha lo que el Espíritu nos dice. Se respira un aire de bendición, de paz y de esperanza y también un aroma sacerdotal que, las lecturas como el Salmo, nos hablan de los “Ungidos”; el siervo de Yahvé de Isaías, David y Jesús, nuestro Señor. Los tres tienen en común que la unción que reciben es para ungir al pueblo fiel de Dios al que sirven; su unción es para los pobres, para los cautivos, para los oprimidos, para los migrantes, la gente de la calle, para tantos enfermos de alma y cuerpo.

Lo que me implica como Obispo de esta Iglesia Particular, contemplar primero el rebaño que Dios convoca en la gracia fecunda del Bautismo. Y en torno al Altar comprometernos en Alianza de vivir el mandato que nos ha entregado nuestro Maestro en su última Cena y hoy la celebramos como Memorial. “Amaos los unos a los otros”.

Queridos sacerdotes, queridos diáconos, religiosos, religiosas y todo el pueblo de Dios, hoy bendecimos los óleos y consagramos el crisma que servirán para ungir a los catecúmenos; para reconfortar a los enfermos y para conferir el bautismo; la confirmación y el orden sagrado; y en esta celebración también vamos a renovar una vez más las promesas sacerdotales, nuestra consagración y servicio a Cristo y a la Iglesia.

Somos “signo del Cuerpo Místico de Cristo, Pueblo de Dios santo y sacerdotal, ungidos por el Santo Crisma, gracias al Bautismo.

Al mirarnos los unos a los otros nos vemos como Iglesia Sinodal en Misión, como nos lo ha dicho el Sínodo de la Sinodalidad: las Parroquias presentes, se sienten piedras vivas del edificio espiritual que es la Iglesia, las comunidades de vida consagrada saborean la gracia de los carismas que el Espíritu del Señor transformará en servicio amoroso a los más necesitados. Los ministros ordenados, participamos de la misma misión que el Padre encomendó a su Hijo y por eso, en cada misa Crismal, venimos a renovar la misión, a reavivar en nuestros corazones la gracia del Espíritu de Santidad que nuestra Madre la Iglesia nos comunicó por la imposición de las manos. “El Espíritu del Señor está sobre mí, porque me ha ungido”.

Queridos hermanos en el sacerdocio: Juntos compartimos el caminar como pueblo amado y querido por el buen Padre Dios. En el discurso inaugural de la sinagoga de Nazaret, Jesús asume con toda claridad y plena conciencia la función de heraldo de la Buena Nueva. Jesús no pudo haber retomado ese pasaje de Isaías (Cf. Is 61,1-2) si no hubiese estado investido de las dos prerrogativas más importantes de la vocación profética: la consagración por parte del Espíritu y la misión para el servicio de la palabra. Desde una aproximación pastoral, se puede afirmar que ninguna misión es posible sin la asistencia del Espíritu Santo. Puesto que la misión de Jesús se origina en el Espíritu Santo.

La referencia a los pobres en el texto no puede quedarse a nivel discursivo, sino debe de llevarnos a realizar una evangelización plena, que denuncia las injusticias que engendran marginación y empobrecimiento. Por ello, como obispo, yo el primero, les digo a ustedes mis hermanos sacerdotes, a religiosos, y laicos, es nuestra obligación recuperar ejes y aspectos muy importantes del ministerio de Jesús preanunciados en la sinagoga de Nazaret.

Solo así la Iglesia podrá recuperar su autoridad moral y su misión transformadora y liberadora que caracterizaron el movimiento de Jesús de Nazaret. Los tiempos actuales exigen un nuevo impulso para la iglesia que está llamada a caminar con los Pobres. Ellos seguirán siendo un gran reto para la Iglesia.

Escuchemos lo que nos dice el libro del Deuteronomio: “los encontré en una tierra de desierto y estéril de horrible soledad; lo protegió y lo cuidó; y lo guardó como a la niña de sus ojos” (Dt 32,10).

Cuidar, proteger, guardar, encontrar son verbos que nos hacen un llamado en el texto bíblico, pero también nos llama a acompañar en medio de la soledad, dar y animar la vida donde todo es estéril.

El desierto es lugar de encuentro intimo con Dios, debemos nosotros ser facilitadores de estos espacios de encuentro, en otras palabras, debemos ser camino y espacio sinodal para que la comunidad viva al Dios Vivo y que lo cuida “como a la niña de sus ojos”.

En el encuentro internacional de “Párrocos por el Sínodo” dado del 28 al 2 de mayo del 2024- se nos dijo que, el llamado de hoy es sinodal, es caminar con y no que nos sigan, es escuchar no que solo nos escuchen y estar presente en necesario silencio, es cuidar y proteger, es ser iguales en el sentir y vivir. Siendo así como pueblo sentiremos que somos “la niña de sus ojos”.

Estamos llamados a “dar razón de nuestra esperanza” (IPe 3, 15).

Confiados en esta “elección de ser sacerdote” experimentamos que, la eucaristía es nuestra invitación cotidiana a vivir en esperanza; evoca ese momento de la noche precedente a su muerte, cuando Jesús ha sido abandonado y renegado por sus amigos más cercanos. Todo lo que le esperaba era la tortura y una muerte atroz. En ese momento, el más sombrío, ha realizado el más bello acto de esperanza generosa: este es mi cuerpo entregado por vosotros. Así, cuando perdemos la esperanza, lo mejor que podemos hacer es acercarnos a la eucaristía, el sacramento de la esperanza.

¿Cómo debemos vivir la alegría? ¿Cómo alimentar una esperanza profunda, fundados en la promesa inquebrantable de Dios que ofrece vida y felicidad para sus hijos? llenarnos de Dios y confirmar que el amor “todo lo excusa, todo lo cree, todo lo espera, todo lo soporta” (ICo 13, 7).

Tenemos el privilegio de vivir con nuestra gente, ver sus fragilidades, conocer su fe y sentir que ellos nos dan valor, nos dan esperanza para el futuro. Debería haber un pacto de esperanza entre el pueblo y nosotros. En este año jubilar logremos contagiar de alegría y esperanza a todos.

Finalmente, queridos sacerdotes dentro de unos momentos tendremos la gracia de poder renovar esa unción honda con la que fuimos introducidos en el sacerdocio de Cristo para servir con nuestra vida al pueblo santo de Dios. Para acompañar con caridad pastoral a este pueblo repleto de rostros concretos y singulares y conducirlo a Jesús, nuestro único buen Pastor, que entrega la vida por sus ovejas.

Somos parte de este Pueblo por el bautismo y caminamos gozosos con él; por eso nos acompaña en esta liturgia, y se hace presente y vivo en nuestras parroquias y comunidades, en cada sacramento celebrado, y en cada paso de nuestra vida ministerial.

Es también este bendito Pueblo de Dios quien nos moldeanos enseña y nos hace ser mejores curas. Un pueblo que tiene derecho a no ser dividido y que a veces sufre con paciencia y experimenta en silencio y con dolor nuestras fragilidades, divisiones, protagonismos.

Es por este pueblo que no podemos perder de vista una tentación que nos ocurre con el pasar del tiempo y es la tentación de administrar nuestra vocación.

La tentación de administrar la vocación (después de la ordenación)

Hay una tentación que no aparece en el seminario. Que no se enseña en los cursos de teología ni se habla de ella en los retiros vocacionales. Llega después. Cuando el óleo ya se ha secado en las manos, cuando la comunidad aplaude y la sotana comienza a pesar con las exigencias del día a día. Es la tentación de administrar la vocación.

El peligro no está solo en la tentación externa del poder, sino en la sutil transformación interna: cuando el sacerdote ya no se siente siervo, sino gerente de lo sagrado, y administra su propia vocación como si fuera una empresa—con metas, eficiencia, posicionamiento y estrategia—es quizás una de las grandes desviaciones del espíritu evangélico. El Evangelio no necesita CEOs del altar, sino testigos del Reino.

Porque se corre el riesgo de profesionalizar lo que por naturaleza es misterio y don. Cuando el sacerdote mide su éxito por la cantidad de likes en redes sociales, por la magnitud de los eventos que organiza o por el acceso que tiene a los círculos de poder, ha dejado de ser pastor para convertirse en operador.

Por eso la vocación no se gestiona, se cuida. No se programa, se escucha. No se monetiza, se entrega. Y cuando eso se olvida, cuando se actúa más como funcionarios de lo sagrado que como servidores del Reino, lo que está en juego no es solo la autenticidad del sacerdocio, sino la credibilidad de toda la Iglesia.

Queridos sacerdotes por experiencia lo sabemos al inicio, de nuestro ministerio el corazón arde. Todo es entrega, deseo de servicio, hambre de Dios. Pero con el tiempo, ese fuego puede empezar a domesticarse.

El sacerdote, cargado de responsabilidades, comienza a organizar su ministerio como quien organiza una empresa: horarios, presupuestos, redes, proyecciones pastorales. Lo urgente se impone sobre lo esencial. La vocación se gestiona. Y poco a poco, sin que nadie lo note, se empieza a vivir más como profesional de lo sagrado que como testigo del Reino.

El riesgo no está en ser ordenado, sino en dejar de ser llamado. En que el “sí” dado a Dios se convierta en una estructura a mantener, en una carrera que exige sostener una imagen, cumplir expectativas y evitar el conflicto.

Administrar la vocación no es malo en sí mismo. Hay que cuidar lo recibido, ser responsables, pensar a largo plazo. Pero cuando la administración desplaza la contemplación, cuando se pierde la gratuidad del servicio y el misterio de la entrega, el ministerio se vuelve mecánico, predecible, sin alma. Y ahí es donde comienza el verdadero cansancio: no el físico, sino el espiritual.

El sacerdote que administra demasiado su vocación corre el riesgo de olvidarse de por qué se enamoró de ellaDe quién lo llamóDe lo que prometió. Y entonces, incluso con templos llenos y estructuras bien montadas, puede sentir que algo le falta. Porque el corazón, cuando no se entrega del todo, se resiente.

Hermanos volver al primer amor no es una consigna romántica, es una necesidad espiritual. Desandar la lógica del control para abrazar la lógica del Reino. Dejarse habitar por el Evangelio, no por la agenda. Recordar que el sacerdocio no es una carrera a escalar, sino una vida a derramar.

Gracias, muchas gracias, queridos hermanos sacerdotes por vuestra generosa entrega a la tarea pastoral, por vuestra disponibilidad permanente al servicio de la Iglesia diocesana, por vuestra fidelidad en medio de no pocos vientos contrarios. También por vuestro sacrificio y paciencia porque no siembre sabemos acertar. Gracias de corazón por vuestra respuesta siempre ilusionada y en esperanza, por entender que estáis al servicio de una misión que es mucho más que un trabajo profesional y con horarios de oficina.

Gracias muy especiales a cuantos no renuncian a ser constructores de unidad y comunión diocesana en nuestro presbiterio. Gracias a vuestras comunidades que diocesanamente los sostienen desde la identidad bautismal. Permitidme que mis últimas palabras sean de oración también por los que han fallecido durante este último año P. Juan Rooney y un recuerdo agradecido a los hermanos sacerdotes que por los achaques propios de su edad o por la enfermedad no pueden acompañarnos en esta celebración, P. Patricio, P. Denzil.  “¡Qué bien hace en la Iglesia un sacerdote que irradia serenidad interior, alegría pascual y esperanza inconmovible!” (Id.)

LOS 15 AÑOS COMO ARZOBISPO

Hoy hace 21 años, un 17 de abril del 2004 recibí la Ordenación Episcopal de manos de Mons. José Dimas Cedeño Delgado, entonces Arzobispo de Panamá, quien por mandato del Papa San Juan Pablo II me nombró Obispo de Naracatta- y Auxiliar de Panamá convirtiéndome así en miembro del Colegio Apostólico, que integramos los Obispos. Y hace 15 años también un 17 de abril de 2010 tome posesión como Arzobispo de Panamá. Convirtiéndome en el Obispo cincuenta en la línea de sucesión desde el primer Obispo Fray Juan de Quevedo Villegas y el séptimo Arzobispo desde la elevación de esta Diócesis a Arzobispado el 29 de noviembre de 1925.

Sé que esta designación puede tener dos lecturas. La muy humana –donde veamos este cargo como un ascenso– y está la lectura hecha desde la fe-.

Esta celebración me brinda esta oportunidad y, por ser quienes son ustedes quiero nuevamente clarificar que es ser Obispo; para que, con vuestras oraciones, cercanía y corrección fraterna, me ayuden a vivir siempre con fidelidad este llamado que el Señor me ha hecho.

Ser Obispo no es una posición que se recibe– para adquirir honores y un trato preferencial-, ser Obispo no es subir un escalón, sino bajar uno para servir y atender con amor a todos. Por eso si algún día no comprendiera y entendiera esto es que no hemos, comprendido y manifestado la naturaleza de lo que es ser Obispo.

Hermanos conscientes que desde el momento en que se me anunció que el santo Padre me había elegido como Obispo auxiliar y luego como Arzobispo de esta Iglesia en Panamá: mi tiempo y mi persona dejaban de permanecerme a mí mismo para ser de los miembros de la Iglesia.

Por eso pueden entender que en estos momentos solo la confianza en Dios me da la fuerza para seguir asumiendo esta designación.  Pues me asusta no solo lo que nos dice el Magisterio de la Iglesia, sino nuestro Padre San Agustín que es muy categórico al hablar del episcopado.

¿Qué es lo que debe hacer un obispo? ¿Qué se espera de un obispo?: San Agustín ante estos interrogantes responde:  el episcopado no es un arte de pasar bien esta vida falaz (Ca. 85, 2). Sino que consagrados en beneficio de la población cristiana hemos de contribuir con nuestro cargo a la paz cristiana (Ca 1283) y, en consecuencia, los obispos hacen las veces de abogados ante Dios por su pueblo.  Por eso el Obispo, además de tener sabiduría para enseñar, debe tener paciencia para aprender (TB 4, 5, 7) o, lo que es lo mismo, paciencia para escuchar. Por todo eso, Agustín pedía a sus fieles: “Orad por nosotros, pues cuanto más elevado es el lugar en que estamos, tanto mayor es el peligro en que nos encontramos” (S 340 A, 8).

Siempre, pero de manera especial pido por cada uno de ustedes, por lo que también les ruego sigan pidiendo por mí, en la doble responsabilidad que he asumido: -la que conlleva el ser cristiano y la que conlleva el ser obispo; la primera implica ser la primera de las ovejas, la segunda. ser un fiel pastor para que el Seño, pidan para que el Señor me dé un corazón de pastor capaz de asumir el dolor y la frustración de nuestro pueblo, pero también sus alegrías y sus logros; un corazón que asume su esperanza y acompaña su fe; un corazón misericordioso que abraza con ternura toda miseria, latiendo al unísono con el corazón de Jesús.

BODAS DE ORO EPISCOPAL DE MONSEÑOR CEDEÑO DELGADO

Con profunda gratitud y reconocimiento, elevamos nuestra acción de gracias a Dios por los 50 años de episcopado de Monseñor José Dimas Cedeño Delgado, Arzobispo Emérito de Panamá. Su fecundo ministerio pastoral ha sido signo de entrega generosa, sabiduría evangélica y amor inquebrantable a la Iglesia.

A lo largo de estas cinco décadas, ha sembrado con firmeza la Palabra, guiado al Pueblo de Dios con espíritu de pastor y ha sido referente de unidad, servicio y fe. Su legado permanece vivo en el corazón de quienes hemos sido testigos de su testimonio y cercanía. ¡Gracias, monseñor José Dimas, por su vida ofrecida con amor al Señor y a su Iglesia!

Que Santa María de la Antigua, Madre de esta Iglesia nos siga abrazando con ternura para que juntos sigamos abriendo “los caminos de la nueva Evangelización, marcada por la alegría” (EG. 1).

 

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