HOMILÍA EN LA MISA POR EL SUFRAGIO DEL ALMA DEL PAPA FRANCISCO

HOMILÍA EN LA MISA POR EL SUFRAGIO DEL ALMA DEL PAPA FRANCISCO
Mons. José Domingo Ulloa Mendieta OSA
Catedral Basílica Santa María de la Antigua, martes 29 de abril 2025
“La fe hecha gesto: Aprendiendo de Francisco”
Hoy nos reúne el deseo profundo de agradecer a Dios por el testimonio y el legado de un pastor que marcó profundamente a la Iglesia y al mundo: el Papa Francisco. Un hombre que, desde el primer instante de su pontificado, nos habló no solo con palabras, sino con gestos que conmovieron a creyentes y no creyentes. Un Papa que, fiel al Evangelio, puso en el centro a quienes el mundo pone en la periferia.
Desde su nombre —Francisco, como el Pobrecillo de Asís— nos anticipó que su pontificado estaría marcado por una opción clara: el amor preferencial por los pobres, los marginados y los migrantes. No como una moda ni como una ideología, sino como expresión concreta del corazón de Cristo.
El Papa Francisco nos enseñó que no podemos ser Iglesia si no somos una Iglesia en salida, una Iglesia que “huele a oveja”, que se ensucia los pies en los caminos del mundo. Nos recordó que cada persona descartada por la sociedad es Cristo mismo, que nos mira, que nos interpela, que nos pide amor.
A los pobres, les devolvió dignidad. Nos enseñó que la pobreza no es una maldición, sino un lugar teológico donde Dios se revela con fuerza. En sus viajes apostólicos, en sus encuentros espontáneos, abrazó a los que no cuentan, a los sin techo, a los invisibles.
A los marginados, les dio voz. Denunció sistemas de exclusión, estructuras que matan, y nos llamó a construir una economía con alma, centrada en la persona y no en el lucro. Con su lenguaje sencillo y directo, incomodó muchas veces, pero también despertó muchas conciencias dormidas.
A los migrantes, los defendió como un verdadero padre. Dijo que “no son una amenaza, sino personas con rostros, con nombres, con historias, con sueños”. Nos pidió acoger, proteger, promover e integrar. No desde el asistencialismo, sino desde la justicia.
Su legado no es una serie de discursos, sino una forma de vivir el Evangelio con radicalidad y ternura. En un mundo que a menudo construye muros, él nos animó a tender puentes. En una Iglesia tentada a encerrarse, él abrió puertas. En tiempos de confusión, sembró esperanza.
Fraternidad Universal, una de las grandes enseñanzas del Papa Francisco a lo largo de su pontificado fue su incansable llamado a construir una fraternidad universal. No una fraternidad teórica o superficial, sino una que nace del corazón del Evangelio y se expresa en lo concreto de nuestras relaciones humanas.
Francisco nos habló, una y otra vez, del valor de la dignidad humana. Nos recordó que no importa la lengua, la cultura, la religión, la nacionalidad o la historia: todos somos hijos de un mismo Padre. Y, por lo tanto, todos somos hermanos.
Pero este sueño de fraternidad no significa uniformidad. Francisco no quiso nunca borrar nuestras diferencias. Al contrario, las valoró. Las defendió. Las entendió como riqueza. En su visión, podemos ser distintos, sin estar distantes. Podemos pensar diferente, sentir diferente, vivir diferente… pero, aun así, reconocernos, respetarnos, dialogar y caminar juntos.
“Fratelli tutti” —su encíclica sobre la fraternidad y la amistad social— es un testamento espiritual en ese sentido. Allí nos dejó una brújula para este tiempo herido por la división, el individualismo y el descarte. Nos invitó a tender puentes, a salir de la indiferencia, a ver en el otro no a un enemigo ni a un rival, sino a un prójimo.
El mundo necesita, más que nunca, creyentes y no creyentes, ciudadanos, líderes, comunidades, que vivan como él nos enseñó: con los pies en la tierra, el corazón en el cielo, y los brazos abiertos al hermano, aunque sea distinto… pero nunca distante.
Que el Espíritu Santo nos ayude a no dejar morir este legado. Que no lo convirtamos en una estatua, sino en un camino vivo.
Gracias, Papa Francisco, por mostrarnos el rostro del Cristo que se inclina, que abraza, que consuela. Que tu herencia sea semilla fecunda en el corazón de la Iglesia.
Francisco no fue solo un Papa latinoamericano. Fue, y sigue siendo, un profeta del Evangelio, un pastor que nos recordó lo esencial: que la Iglesia no es una institución encerrada en sí misma, sino una comunidad viva, en camino, enviada a anunciar la buena noticia a todos, especialmente a los pobres, a los heridos, a los descartados.
Y ahora que su pontificado llego a su ocaso —vivimos el momento de mirar hacia una Iglesia después de él—, es justo que nos preguntemos: ¿qué hacemos con su legado? ¿Cómo seguimos caminando sin perder el rumbo que él nos ayudó a recuperar?
El primer gran reto será mantener viva su visión de una Iglesia en salida. No podemos volver a una Iglesia autorreferencial, rígida, temerosa del mundo. Francisco nos enseñó que la fe no se protege encerrándola, sino compartiéndola, viviéndola con alegría y coraje. La tentación será volver a lo cómodo, a lo seguro. Pero el Espíritu de Dios no habita en la comodidad. Habita en la misión.
El segundo reto será sostener una Iglesia sinodal, donde todos los bautizados —laicos, religiosos, diáconos, sacerdotes y obispos— caminemos juntos, discerniendo juntos. Francisco nos ha abierto la puerta al diálogo, al respeto por la diversidad, a la escucha del pueblo de Dios. El riesgo es que, después de él, algunos quieran cerrar esa puerta. Por eso, debemos estar vigilantes, orantes y activos.
Otro gran reto será la misericordia como centro de la pastoral. Francisco nos ha mostrado que no basta con repetir normas. Hay que tocar los corazones. Hay que acercarse a todos, incluso —y, sobre todo— a los que se sienten lejos de Dios o de la Iglesia. Una Iglesia post Francisco no puede perder su rostro humano, su cercanía, su ternura. Porque sin misericordia, todo se enfría.
Y finalmente, hermanos, el reto más grande será asumir nosotros mismos la responsabilidad de ser una Iglesia fiel al Evangelio. No podemos esperar que otro Papa, otro obispo, otro sacerdote “lo haga por nosotros”. Francisco nos dio el ejemplo, pero ahora nos toca a nosotros. A ti y a mí. En nuestras comunidades, en nuestras familias, en nuestras decisiones cotidianas.
La Iglesia post Francisco no será la de otro Papa. Será la nuestra. Y seremos lo que sepamos conservar y multiplicar del Evangelio que él nos recordó.
Francisco nos recuerda que la fe no es un conjunto de doctrinas frías, sino un encuentro vivo con Jesús. Lo dijo muchas veces: “La fe crece cuando se vive como experiencia de un amor recibido y cuando se comunica como experiencia de gracia y alegría”. Y esto no solo lo dijo, lo vivió. Se acercó a los pobres, abrazó a los enfermos, lloró con los que sufren, se arrodilló ante los más pequeños. Su fe se hizo gesto, se hizo carne.
Cuando escuchábamos al Papa, cuando vimos su testimonio, comprendimos mejor las palabras de Jesús: “Aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón” (Mt 11,29). Porque en Francisco vimos mansedumbre y humildad que no era debilidad, sino fuerza interior, nacida de la oración, del encuentro diario con Dios.
Pero hermanos, no basta con admirar. Estamos llamados a imitar. El Papa Francisco es un testimonio, pero también un llamado a ser Iglesia en salida, a no quedarnos en nuestras comodidades, a no tener miedo de ensuciarnos las manos en el servicio, a ser pastores con olor a oveja, como él tanto insistió.
Hoy les invito a que hagamos silencio en el corazón, y que cada uno se pregunte: ¿Qué me está enseñando Dios a través del Papa Francisco? ¿Qué gesto suyo me interpela más? ¿Qué llamada del Evangelio resuena hoy con más fuerza en mí?
Que el testimonio del Papa nos mueva a una fe más viva, más sencilla, más valiente. Que nos lleve a amar a Jesús en los pobres, a buscar la justicia, a vivir con alegría el Evangelio.
Y que, como él, podamos un día decir con verdad: “Soy un pecador, pero amado por Dios. Y eso lo cambia todo”.
Hoy lloramos, sí…
Lloramos porque se nos ha ido el padre.
Porque su voz, tantas veces firme y otras tantas, llena de ternura, ya no resonará en nuestras plazas ni en nuestros corazones como lo hacía.
Lloramos porque el mundo ha perdido a un hombre de Dios que no temía mancharse los pies por caminar junto a los pobres, junto a los últimos.
Lloramos porque nos habló de misericordia cuando otros gritaban condena.
Porque nos enseñó que la Iglesia debía ser un hospital de campaña y no una fortaleza cerrada.
Porque nos recordó que nadie debe quedar fuera del abrazo del Padre.
Lloramos por su partida, porque su sonrisa sencilla y su corazón de pastor eran bálsamo para un mundo herido.
Lloramos, sí, pero no con desesperanza. Lloramos con la esperanza de la fe,
la que él vivió, predicó y nos enseñó a compartir.
Y entre lágrimas, damos gracias. Gracias por su vida entregada, por su testimonio valiente, por su Evangelio hecho carne.
Sigamos orando con la certeza de que ya papa Francisco descansa en los brazos de Aquel a quien amo sin medida, pero también dejémonos contagiar por su gran fe en Cristo Resucitado. No nos dejemos embaucar por tantas opiniones sobre quién y cómo debería ser el Papa siguiente.
La Iglesia no se acaba con la muerte de un Papa; tengamos fe y confianza en el Espíritu Santo, que nos guía y fortalece. Con Cristo, tenemos otra perspectiva: Él está con nosotros y no nos abandona; confiemos en Él. Con Cristo Resucitado, vamos adelante.
Que el Espíritu Santo nos dé la valentía de seguir adelante. No para copiar al Papa Francisco, sino para continuar su sueño, que en realidad es el sueño de Jesús: una Iglesia pobre para los pobres, una Iglesia que camina con todos, una Iglesia viva y en salida.
Legado del Papa Francisco a Panamá
Al elevar nuestra oración de gratitud por la vida del Papa Francisco, queremos hacer memoria de su paso entre nosotros y de la huella que dejó en el corazón de Panamá.
Francisco no solo visitó esta tierra, la amó profundamente. Desde el primer instante nos regaló palabras que nacían de su alma de pastor: “Conozco América Latina, pero Panamá, no. Y me ha venido a la cabeza esta palabra: Panamá es una nación noble. He encontrado nobleza”.
¡Qué grande es la mirada de un corazón que sabe reconocer la bondad oculta en los pueblos! Panamá, tierra sencilla y generosa, fue para Francisco una “tierra de sueños” y un “hub de esperanza”. No solo un centro de tránsito y comercio, sino un puente entre océanos, un lugar natural de encuentro donde los sueños de los jóvenes del mundo se abrazaron bajo el cielo de nuestra patria.
Con su ternura de padre, el Papa Francisco contempló nuestra gente y se maravilló. Nos hablaba emocionado de la dignidad de las familias panameñas: de aquellos padres y madres que alzaban a sus pequeños al paso del papamóvil, como diciendo al mundo entero: “¡Este es mi orgullo, este es mi futuro!”. Nos enseñó a mirar con esperanza a los niños y jóvenes, y a recordar que ellos son la verdadera riqueza de una nación.
También nos urgió, con la firmeza de quien ama, a cuidar la casa común que es Panamá. Nos pidió ser un pueblo de gobernantes justos, honestos, transparentes, que no se olviden jamás de los más vulnerables, de los que esperan un trabajo digno, una oportunidad para vivir con dignidad.
Panamá, en sus palabras, no fue solo el escenario de una Jornada Mundial de la Juventud: fue el símbolo vivo de una Iglesia joven, de una nación capaz de soñar y de convocar. Como él mismo proclamó: “Puente entre dos océanos y tierra natural de encuentros”. Panamá es un país pequeño, pero no insignificante.
Al despedirlo, renovamos el compromiso que tantas veces él nos inspiró: ser artesanos de esperanza, constructores de paz, sembradores de justicia y custodios de esta noble nación que Francisco bendijo y abrazó como suya.
Que Santa María la Antigua, nuestra madre y patrona, siga protegiendo a Panamá, y que el testimonio del Papa Francisco nos impulse a seguir edificando sobre el cimiento firme de la fe, la caridad y la esperanza. Amén.
† JOSÉ DOMINGO ULLOA MENDIETA, O.S.A.
ARZOBISPO METROPOLITANO DE PANAMÁ