HOMILIA DE LA MISA CRISMAL 2019 – Arzobispo de Panamá

HOMILIA DE LA MISA CRISMAL 2019 - Arzobispo de Panamá
HOMILIA DE LA MISA CRISMAL 2019
Martes  16 de abril de 2019.
Catedral Basílica Santa María La Antigua
Su Excelencia Mons. Miroslaw Adamczyk, nuncio apostólico en Panamá 
Mons. Pablo Varela Server, Obispo Auxiliar 
Mons. Uriah Ashley,  Obispo Auxiliar.
Saludamos a nuestros hermanos sacerdotes, especialmente al Padre Octavio Madrigal, al Padre Juan Sandoval y al Padre Óscar Martín, quienes celebran sus bodas de plata de vida sacerdotal. A los padres José María Rodríguez, al celebrar sus 50 años de sacerdocio y al Padre Agustín Goicochea que celebrará sus 65 años de consagración sacerdotal.
Un saludo fraterno a monseñor Uriah quien cumplió sus 25 años de ordenación episcopal. Recordamos con afecto al Padre Mauricio Catedral Lara, quien sirvió durante 50 años en nuestro país. A monseñor Alejandro Vásquez Pinto, que celebra sus 62 años de sacerdocio.
Un saludo afectuoso, a los diáconos, las religiosas, los religiosos, los seminaristas, los laicos, los medios de comunicación y a todo el pueblo de Dios.
Aprovecho la oportunidad para pedir sus oraciones por Mons. Pablo Varela y por este servidor, quienes mañana estaremos cumpliendo quince años de nuestra consagración episcopal.
Nos reunimos en esta mañana de Martes Santo en la Santa Iglesia Catedral, para una celebración que es un fiel reflejo de la identidad del Pueblo de Dios. La Misa Crismal que recibe su nombre del aceite consagrado y bendecido que configura a la Iglesia en la diversidad de sus responsabilidades y ministerios: consagra al Obispo, a los presbíteros, y lo hace con cada uno de los hijos e hijas de Dios en el Bautismo y la Confirmación, y a todos nos fortalece con el óleo  de los Enfermos.
La Iglesia quiere que esta celebración tenga carácter eucarístico y sacerdotal y que se ponga en ella de relieve la íntima relación entre Eucaristía y sacerdocio: “La forma eucarística de la existencia cristiana se manifiesta de modo particular en el estado de vida sacerdotal. (La espiritualidad sacerdotal es intrínsecamente eucarística”[1]. [1] Benedicto XVI, Sacramentum caritatis, 80)​.

Nuevamente el Señor Dios nos concede la gracia de reunirnos de forma definitiva en esta nuestra Catedral, donde todavía resuenan las palabras del Papa Francisco en aquel memorable 26 de enero de este año, en el marco de la Jornada Mundial de la Juventud, consagró el altar de esta Catedral Basílica y dijo: “No me parece un acontecimiento menor que esta catedral vuelva a abrir sus puertas después de mucho tiempo de renovación”.
Nos recordó el Papa que la Catedral “…experimentó el paso de los años, como fiel testigo de la historia de este pueblo y con la ayuda y el trabajo de muchos quiso volver a regalar su belleza. Más que una formal reconstrucción, que siempre intenta volver a un original pasado, buscó rescatar la belleza de los años abriéndose a hospedar toda la novedad que el presente le podía regalar. Una catedral española, india y afroamericana se vuelve así catedral panameña, de los de ayer, pero también de los de hoy que han hecho posible este hecho. Ya no pertenece solo al pasado, sino que es belleza del presente.
Y hoy nuevamente es regazo que impulsa a renovar y alimentar la esperanza, a descubrir cómo la belleza del ayer se vuelve base para construir la belleza del mañana.
Por eso hermanos, no nos dejemos robar la esperanza que hemos heredado de nuestros padres, la belleza que hemos heredado de nuestros padre, que ella sea la raíz viva y fecunda que nos ayude a seguir haciendo bella y profética la historia de salvación en estas tierras”.
Es precisamente en esta Catedral queridos hermanos sacerdotes: En esta Santa Misa, donde palpitan acelerados nuestros corazones, al rememorar aquel momento que da comienzo a nuestra vida sacerdotal, cuando el Obispo, por la imposición de las manos y la oración, nos introdujo en el sacerdocio de Jesucristo, de forma que fuéramos «santificados en la verdad» (Jn 17,19), como Jesús había pedido al Padre para nosotros.
Por eso, queridos hermanos sacerdotes, que este “año de gracia del Señor”, en nuestro peregrinar en la fe por esta vida, nos mueva a acudir al Señor, a buscarlo, a plantearle nuestras inquietudes, a mostrarle nuestras dolencias, para abrirnos a su acción transformante. Así acogiendo la gracia que por medio de la Iglesia derrama en nuestro corazón y cooperando para que dé fruto en nosotros, seremos plenamente felices en Él.
Un momento hermoso en nuestra Misa Crismal, es que en ella año tras año, los sacerdotes que hemos recibido el ministerio ordenado, al servicio del Pueblo de Dios, renovamos nuestras promesas sacerdotales a Aquel quien es la razón de nuestra vida y servicio.
Quiero dirigirme en estos momentos a ustedes mis hermanos sacerdotes, para hacer unas breves y puntuales reflexiones acerca del don del sacerdocio que la Iglesia nos ha confiado y que nos habla del amor de predilección de Dios por nosotros.
Esta primera reflexión desea que respondamos a las siguientes preguntas: ¿Cómo comprender esta nueva identidad grabada en mi interior desde que he sido consagrado sacerdote?; ¿quién puede sopesar a plenitud la grandeza y profundidad del sacerdocio?, ¿quién soy yo realmente en cuanto sacerdote del Señor?
San Gregorio Nacianceno, siendo un sacerdote joven, se preguntaba lo mismo y se respondía: El sacerdote “es el defensor de la verdad,… hace subir sobre el altar de lo alto las víctimas de los sacrificios, comparte el sacerdocio de Cristo, restaura la criatura, restablece en ella la imagen de Dios, la recrea para el mundo de lo alto, y, para decir lo más grande que hay en él, es (hombre) divinizado y diviniza”.
¡Ésta es la magnitud del don que recibimos el día de nuestra ordenación! Fuimos asociados al sacerdocio mismo de Cristo, hechos otros Cristos que actuamos en representación de Él.
Experimentamos entonces un cambio radical en nuestro ser. Ya no somos los que éramos. Separados del mundo, fuimos constituidos de un modo especial en “hombres de Dios”. Y verdaderamente podemos decir que por nuestro ministerio tocamos las cosas de Dios y somos mediadores entre Él y la humanidad. A la luz de ello comprendemos fácilmente la gran exigencia que pesa sobre nosotros.
No es un ministerio que se lleva fácilmente entre las manos. Supone ponernos a la altura del don recibido. San Gregorio, tendrá la misma experiencia y por ello dirá: “Es preciso comenzar por purificarse antes de purificar a los otros; es preciso ser instruido para poder instruir; es preciso ser luz para iluminar, acercarse a Dios para acercarle a los demás, ser  santificado para santificar, conducir de la mano y aconsejar con inteligencia”.
Y esto nos lleva a un segundo aspecto, el de nuestra santidad de vida. Ciertamente a causa del don recibido, el sacerdote “no puede menos que reproducir en sí mismo los sentimientos, las tendencias e intenciones íntimas, así como el espíritu de oblación al Padre y de servicio a los hermanos que caracterizan al Agente principal”. El Concilio Vaticano II dirá que “los sacerdotes, en su propia vida y conducta, están obligados a buscar la santidad por una razón peculiar, ya que consagrados a Dios por un título nuevo en la recepción del orden, son administradores de los misterios del Señor en servicio del Pueblo de Dios.
Ahora debemos sinceramente preguntarnos: ¿Reflejamos esta tensión de santidad en nuestra vida? Es realmente nuestro ideal “alcanzar en Cristo la unidad de vida, llevando a cabo una síntesis entre oración y ministerio, entre contemplación y acción, gracias a la búsqueda constante de la voluntad del Padre y a la entrega (sincera) de (nosotros) mismos a la grey”.
No bastan en tan importante asunto las buenas intenciones. El cultivo del propio sacerdocio y de la correspondiente y tan necesaria vida espiritual no es algo meramente accidental.
Esto nos lleva a un tercer punto a reflexionar sobre un grave riesgo en nuestra vida: el del activismo, que posee como secuela la pérdida de horizonte, el empobrecimiento de nuestro ministerio, el vaciamiento del espíritu por la falta de esmero en la vida interior, la práctica más bien pobre y rutinaria de la vida de oración y sacramental.
Un activismo que no necesariamente supone un exceso en la cargas de trabajo pastoral y del qué hacer apostólico, cuanto una grave carencia de vida interior que ha terminado mermando el sentido de toda actividad al punto de vaciarla de su genuino contenido evangélico.
Como bien apuntaba el Papa Francisco en esta Catedral: “Las causas y motivos que pueden provocar la fatiga del camino en nosotros sacerdotes, consagrados y consagradas, miembros de movimientos laicales, son múltiples: desde largas horas de trabajo que dejan poco tiempo para comer, descansar, rezar y estar en familia, hasta ‘tóxicas’ condiciones laborales y afectivas que llevan al agotamiento y agrietan el corazón; desde la simple y cotidiana entrega hasta el peso rutinario de quien no encuentra el gusto, el reconocimiento o el sustento necesario para hacer frente al día a día; desde habituales y esperables situaciones complicadas hasta estresantes y angustiantes horas de presión. Toda una gama de peso a soportar.
Y agregaba el Papa: “Sería imposible tratar de abarcar todas las situaciones que resquebrajan la vida de los consagrados, pero en todas sentimos la necesidad urgente de encontrar un pozo que pueda calmar y saciar la sed y el cansancio del camino. Todas reclaman, como grito silencioso, un pozo desde donde volver a empezar.
El Papa Francisco nos alertaba sobre “una tentación que podríamos llamar el cansancio de la esperanza. Ese cansancio que surge cuando ―como en el evangelio― el sol cae como plomo y vuelve fastidiosas las horas, y lo hace con una intensidad tal que no deja avanzar ni mirar hacia adelante. Como si todo se volviera confuso. No me refiero aquí a la «particular fatiga del corazón» (cf. Carta enc. Redemptoris Mater, 17; Exhort. apost. Evangelii Gaudium, 287) de quienes trizas” por la entrega al final del día logran expresar una sonrisa serena y agradecida; sino a esa otra fatiga, la que nace de cara al futuro cuando la realidad ‘cachetea’ y pone en duda las fuerzas, los recursos y la viabilidad de la misión en este mundo tan cambiante y cuestionador”.
Nos enfatiza el Papa que: “Es un cansancio paralizante. Nace de mirar para adelante y no saber cómo reaccionar ante la intensidad y perplejidad de los cambios que como sociedad estamos atravesando. Estos cambios parecieran cuestionar no solo nuestras formas de expresión y compromiso, nuestras costumbres y actitudes ante la realidad, sino que ponen en duda, en muchos casos, la viabilidad misma de la vida religiosa en el mundo de hoy. E incluso la velocidad de esos cambios puede llevar a inmovilizar toda opción y opinión y, lo que supo ser significativo e importante en otros tiempos parece que ya no tiene lugar.
Hermanas y hermanos, el cansancio de la esperanza nace al constatar una Iglesia herida por su pecado y que tantas veces no ha sabido escuchar tantos gritos en el que se escondía el grito del Maestro: «Dios mío, ¿por qué me has abandonado?» (Mt 27,46).  Y advierte el Papa que al acostumbrarnos a una esperanza cansada donde en realidad la fe se desgasta y se degenera, podemos podemos darle “ciudadanía” a una de las peores herejías posibles para nuestra época: pensar que el Señor y nuestras comunidades no tienen ya nada que decir ni aportar en este nuevo mundo que se está gestando (cf. Exhort. apost. Evangelii gaudium, 83). Y entonces sucede que lo que un día surgió para ser sal y luz del mundo termina ofreciendo su peor versión”.
“Así se comprende muy bien lo que escribía un sacerdote hace muchos años atrás advirtiendo de lo que pasa en la vida de muchos presbíteros al ejercitar su ministerio a fuerza de prisas y excesiva superficialidad: ‘Nos acostumbramos a ingerir las gracias, sin masticarlas. Por eso, no saboreamos ni la mitad de su dulzura, ni les sacamos el jugo nutritivo, ni aprovechamos su fuerza santificadora. Procedemos demasiado rápidos, demasiado precipitadamente’”.
Queridos hermanos en el sacerdocio: si detectamos los síntomas de la esperanza cansada de la que nos habla el Papa, un antídoto -además de renovar con mayor pasión nuestras promesas sacerdotales- es sumergirnos en las profundidades del Triduo Pascual, para volver a sentir ese primer amor que nos llamó a decir SI a la entrega de nuestra vida al Señor Jesús.
Como  sacerdotes al servicio de los sagrados misterios, renovemos nuestro ministerio adentrándonos más sinceramente en una profunda vida de oración y de piedad eucarística.   Démonos tiempo para encontrarnos cada día con Jesús, postrándonos en adoración ante el Sagrario. Alimentemos nuestra vida durante las jornadas de la oración pausada y serena de la Liturgia de las Horas, así como del Rosario y de otras manifestaciones de genuina piedad mariana. Reconozcamos que nosotros no somos autosuficientes, busquemos el apoyo en la fraternidad sacerdotal y especialmente en la dirección espiritual, instrumento indispensable para un verdadero crecimiento interior.
Dejemos así que el santo Crisma con el que fuimos sellados y configurados con Cristo vuelva a brillar en nuestra vida y ministerio. Que el Espíritu Santo quien nos consagró encuentre en nosotros una renovada disposición a dejarnos tocar y transformar por su acción vivificante.
Que con el auxilio de tantas gracias que recibiremos en estos días nos esforcemos renovadamente por ser más sacerdotes según el Sagrado Corazón de Jesús, según el modelo de Buen Pastor, que es Él mismo.
Gracias por su entrega generosa
No puedo concluir esta celebración sin agradecerle de manera especial, a ustedes queridos sacerdotes, por la bendición que ha sido la Jornada Mundial de la Juventud, en nuestro país. Esta fiesta juvenil no hubiese sido posible sin ustedes.
Su docilidad en confiar que la JMJ era un proyecto de Dios, a pesar de las dudas justificadas que podían tener, permitió que la acogieron y la abrazaran, con la alegría que caracteriza la fe en Jesucristo.
Ustedes hermanos en el sacerdocio, abrieron su corazón, sus brazos, para que nuestros jóvenes en las parroquias sintieran esa Iglesia que anima y acompaña para que ellos sean los protagonistas no solo de la JMJ sino de los cambios y las transformaciones que requiere la Iglesia y la sociedad.
Nuestra Iglesia en Panamá ni nuestro país son los mismos después de esta Jornada Mundial de la Juventud. Son muchos los peregrinos que aún escriben y recuerdan esta hermosa experiencia de sentirse amados, en familia en un país que la mayoría no habían conocido, pero que ahora nunca olvidarán.
Gracias queridos hermanos…. Han sido un instrumento valioso de Dios para que más jóvenes se acerquen a su Iglesia; ahora el desafío es mantener los espacios abiertos y crear otros para que la juventud pueda seguir aportando la novedad, la creatividad, y la esperanza en nuestras vidas de fe.
Y no menos importantes son  todos los agentes de pastoral, que acompañaron en esta hermosa misión a los sacerdotes. Al pueblo de Dios que peregrina en nuestro país: GRACIAS.
Tengamos siempre presente que nuestra Iglesia Arquidiocesana de Panamá necesita de todo el presbiterio para la ilusionante tarea que nos hemos propuesto: la del sueño misionero de llegar a todos. Y nos  necesita en la riqueza de nuestra diversidad y nos  pide, en Cristo Sacerdote, Cabeza de su Iglesia, que nunca ser diversos sea un obstáculo para la fraternidad sacerdotal.
Yo, que como vuestro obispo tengo encomendada la misión de ser en la Iglesia de Dios que camina en Panamá “principio de unidad” y procuraré trabajar para lograrla; pero es necesario que todos nos convirtamos de corazón a ella desde el respeto, la aceptación mutua y la comprensión de todos, y sin que ninguno de nosotros nos creamos superiores a los demás.
Todos y unidos, y sin debernos los unos a los otros más que amor, somos necesarios para servir al Evangelio en esta tierra nuestra.
La Iglesia, no por táctica sino por amor y por pasión, ha de estar siempre en la vanguardia de la cercanía y del servicio a todos y, por tanto, abriéndose camino en el corazón mismo de las periferias existenciales.
Queridos laicos hoy siempre les pido, que oren mucho por nosotros los sacerdotes, para que seamos celosos cuidadores de nuestra vida de fe, para que seamos sacerdotes según el corazón de Cristo.
Merece la pena ser sacerdotes​.

Hermanos sacerdotes, tenemos que lograr que el pueblo cristiano, al que servimos en su fe, considere necesario el sacerdocio ministerial. Eso solo puede suceder con una experiencia y manifestación clara y limpia de nuestra identidad sacerdotal a imagen de Cristo. La mejor prueba de que amamos lo que somos es la ilusión y la capacidad que tengamos de transmitir a todos que merece la pena ser sacerdotes.
De ahí que les hago una propuesta, les animo a convertir en un propósito, aquello que tan sabiamente San Juan Bosco decía: (Ningún día sin un alma); pues bien, yo les digo: ningún día sin pensar a quien podríamos proponerle la vocación, sin rezar por esa persona; ningún día sin sentir mi responsabilidad de animar las vocaciones en la Iglesia.
Como muy bien pone de relieve el lema de nuestro Seminario, – Pastores según el corazón de Cristo- teniendo presente  que el modelo de toda vocación es María al asumir la Maternidad de Cristo, el Hijo de Dios; que asumió sin miedo: “He aquí la sierva del Señor hágase en mi según tu Palabra”.
Encomendémosle siempre a ella, la Madre sacerdotal, nuestra vida y ministerio.
Todo ello, lo confiamos al auxilio y a la dulce intercesión de la Santísima Virgen Santa María La Antigua, nuestra Madre, de la que somos hijos predilectos. AMEN.
+ Monseñor José Domingo Ulloa Mendieta,
Arzobispo Metropolitano de Panamá
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Su Excelencia Reverendísima Monseñor José Domingo Ulloa Mendieta, O.S.A. Nacido en Chitré, Panamá, el 24 de diciembre de 1956.Es el tercero de tres hermanos del matrimonio de Dagoberto Ulloa y Clodomira Mendieta. Fue ordenado sacerdote el 17 de diciembre de 1983 por el entonces Obispo de Chitré, Mons. José María Carrizo Villarreal, en la Catedral San Juan Bautista de Chitré.