Homilía para el Viernes Santo | Catedral Basílica Santa María La Antigua

En la escuela de la Cruz
Mons. José Domingo Ulloa Mendieta
2025
Hoy nos reunimos en esta tarde sagrada para contemplar el misterio del amor infinito de Dios, que se manifestó de manera suprema en la cruz de nuestro Señor Jesucristo. La cruz, símbolo de sufrimiento y muerte, ha sido transformada por el amor divino en un signo de redención, esperanza y vida nueva. En este día de reflexión, queremos profundizar en el significado de la cruz como el legado de amor que Jesús nos dejó, un amor que trasciende el tiempo, que nunca muere y que nos invita a vivir en su ejemplo.
Si ayer aprendíamos en el Cenáculo, en la Cena –en la Eucaristía- las actitudes capitales para la vida cristiana, hoy en el Calvario hallaremos la ciencia de la vida, el libro abierto del amor, la cátedra de la verdadera sabiduría.
Gracias a Cristo y a su pasión redentora los seres humanos podemos acercarnos con confianza a Dios pues su sangre derramada en la cruz nos ha lavado de nuestros pecados.
Hoy nos reunimos en silencio, con el corazón sobrecogido por el misterio de la Cruz. Es Viernes Santo, el día en que el Señor fue entregado, el día en que el Amor fue clavado en un madero. No hay misa, no hay consagración… y, sin embargo, este día no es un funeral. La Iglesia no vela un cadáver, no celebra un funeral: hoy la iglesia nos invita a contemplar a su Señor que entrega la vida por amor.
Hoy celebramos el acto supremo del amor de Dios por la humanidad. Jesús no fue una víctima de la violencia, sino una ofrenda libre. Nadie le quitó la vida: Él la entregó. Por eso, la Cruz, que para muchos es escándalo o locura, para nosotros es trono, es altar, es fuente de esperanza.
Cuando todo parece perdido, cuando el mundo guarda silencio ante el dolor, la Iglesia se arrodilla ante la Cruz y reconoce que allí nace la vida nueva. En la entrega de Jesús, vemos el rostro del Padre que no abandona, del Hijo que perdona, del Espíritu que consuela. La Cruz no es el final: es el paso. La muerte de Jesús no es derrota: es victoria.
Hoy adoramos la Cruz, no como símbolo de muerte, sino como llave de la vida eterna. Cada herida de Cristo nos habla de una sanación, cada gota de su sangre es promesa de redención. Su silencio en el Calvario es el grito más fuerte de amor que el mundo haya escuchado. Y este amor nos desafía. Nos llama a no quedarnos como espectadores, sino a entrar en esta historia, a tomar nuestra cruz, a vivir como Él: sirviendo, perdonando, amando hasta el extremo.
Hermanos, que este Viernes Santo no sea para nosotros un momento de tristeza sin sentido, sino un acto profundo de fe. La Iglesia, incluso en medio del dolor, proclama vida. Porque Cristo, al morir, nos dio vida, y al resucitar, nos abrió el camino que no se acaba. No celebramos un funeral. Celebramos el Amor que no muere.
Si bien es cierto que hoy, el corazón de la Iglesia late en silencio. No hay cantos de gloria, no hay consagración, no hay luz. Todo parece callado, detenido. Pero no estamos de luto. El Viernes Santo no es un funeral. La Iglesia no llora sin esperanza. Hoy es un día sagrado, un día profundo… un día de contemplación.
Contemplemos al Cristo crucificado. Mirémoslo, no con la desesperanza del que ha perdido algo, sino con el asombro del que ha sido salvado. Miremos la Cruz, y en ella veamos un amor que no se retira, una entrega que no se guarda nada, un Dios que no se reserva ni su última gota de sangre.
Hoy no hay lugar para el ruido ni la prisa. Hoy no hay palabras que basten. Hoy simplemente miramos. Miramos al Señor que se abaja, que sufre, que muere. Y en esa mirada silenciosa se nos revela el misterio más grande de nuestra fe: Dios nos ama hasta el extremo.
No es un día de luto. Porque el luto cierra, y hoy se nos abre el cielo. No es un día de tristeza sin sentido. Porque Cristo no muere por derrota, sino por decisión. “Nadie me quita la vida —dice el Señor—, yo la entrego libremente” (Jn 10,18).
La Cruz es el lugar donde Dios habla con más claridad. Y su lenguaje es el del amor fiel, del perdón inmerecido, de la misericordia que no se cansa. Por eso, hoy no lloramos como quien ha perdido, sino que adoramos como quien ha encontrado el tesoro.
Contemplemos la Cruz, porque allí está nuestra salvación. Y contemplar no es simplemente mirar. Contemplar es dejar que lo que vemos nos transforme. Es quedarnos con los ojos fijos en Cristo crucificado hasta que entendamos que ese amor es también para nosotros. Hasta que comprendamos que nuestras propias cruces pueden unirse a la suya. Hasta que decidamos vivir de ese mismo amor.
Queridos hermanos: en este Viernes Santo, no corramos. No tratemos de llegar demasiado rápido a la Pascua. Detengámonos. Callemos. Miremos. Contemplemos. Porque en la Cruz, Dios no nos pide explicaciones: nos da la suya. Y esa explicación tiene forma de cuerpo entregado, de sangre derramada, de brazos abiertos.
Hoy no es un día de luto. Es un día de amor contemplado. Y en ese amor… ya comienza a asomar la luz de la Resurrección.
Hermanos por experiencia sabemos que la muerte provoca en nosotros muchos interrogantes.
Papa Francisco hablando de la muerte nos describe una realidad: la muerte pone al descubierto la realidad del ser humanos, nos hace ver lo que realmente cuenta verdaderamente y nos hace descubrir que: “No somos autosuficientes; solos nos hundimos. Necesitamos al Señor”. Y lo necesitamos porque Dios responde a nuestros interrogantes y conforta nuestros corazones con el bálsamo de su Palabra. Para recuperar el ánimo y la confianza no tengamos miedo de reconocernos necesitado de Dios de contemplar la cruz, mirémosla llenos de esperanza sabiendo que de ella surge la vida. Por eso la palabra de Dios hoy es clara y viene a iluminar este momento.
La cruz es la gran escuela del amor y la sabiduría de un Dios clavado la cruz es la clave del evangelio, la llave de la puerta santa del cielo. La cruz es aceptación, entrega, ofrenda. Es paz. Es respuesta de amor.
Pero, con todo, la cruz cuesta y repele. La cruz, escándalo, necedad, burla e indecible suplicio para griegos, judíos y paganos, sigue siendo también para nosotros los cristianos un misterio. Un misterio iluminado. Pero, al fin y al cabo, un misterio.
Jesús, en su pasión y muerte, nos muestra que el amor verdadero no es solo un sentimiento pasajero, sino una entrega total. En ella, Dios nos dice: “Te amo tanto que doy mi vida por ti.”
La cruz, un acto de amor sin reservas
Este acto de amor sin condiciones nos invita a reflexionar sobre nuestra propia forma de amar. ¿Somos capaces de amar sin reservas? ¿Podemos entregarnos a los demás como Jesús se entregó en la cruz?
El amor que Jesús nos dejó en la cruz es un ejemplo de que amar implica entrega total, sin egoísmo ni condiciones. Es un amor que se hace servicio, que perdona, que acepta las dificultades y que busca la reconciliación. La cruz nos muestra que amar de verdad requiere sacrificio, paciencia y fidelidad.
La respuesta a la cruz: vivir en amor y entrega
El mayor legado que Jesús nos dejó en la cruz es su ejemplo de amor incondicional. Como cristianos, estamos llamados a responder a ese amor viviendo en amor y en entrega.
¿Cómo podemos responder a la cruz en nuestro día a día?
- Amar sin condiciones: Como Jesús, amar a todos, incluso a quienes nos lastiman, en la certeza de que el amor de Dios todo lo puede.
- Perdonar siempre: Seguir el ejemplo de Jesús perdonando desde el corazón, sanando heridas y promoviendo la reconciliación.
- Servir con misericordia: Buscar a los más necesitados, ofrecer nuestra vida en servicio y en ayuda a los demás.
- Vivir en esperanza: Confiar en que, como en la cruz, en medio del sufrimiento también hay esperanza y vida nueva.
- Rezar con intensidad: La oración fortalece nuestro compromiso y nos mantiene en sintonía con el corazón de Dios.
Vivir en amor y en entrega es el modo de honrar el legado de la cruz y de transformar nuestro entorno en un lugar donde prevalezca el amor de Dios.
Queridos hermanos y hermanas,
Antes de que nos arrodillemos en presencia de la cruz, tomemos un momento de silencio para preparar nuestro corazón. En este instante, queremos abrir nuestro ser a la misericordia de Dios, a su amor infinito que se manifestó en la cruz de su Hijo Jesucristo.
Contemplemos la cruz, ese signo de dolor y muerte, pero también de amor y esperanza. En ella, Cristo se entregó por amor a cada uno de nosotros, sin reservas, sin condiciones. En la cruz, encontramos el mayor acto de amor que la historia ha conocido: el amor que se dio por todos, incluso por quienes lo crucificaron.
Permítanos recordar que la cruz no solo fue un instrumento de sufrimiento, sino también el camino que llevó a la resurrección, a la vida nueva. En ella, Dios nos muestra que el amor verdadero no se rinde ante el sufrimiento, sino que lo transforma en salvación.
Hoy, al acercarnos a esta santa imagen, abramos nuestro corazón a la gracia de Dios. Reconozcamos en Jesús crucificado a nuestro Salvador que nos ama con un amor infinito. Dejemos que su amor penetre en lo más profundo de nuestro ser, sanando heridas, fortaleciendo nuestra fe y renovando nuestra esperanza.
Que la contemplación de la cruz nos ayude a comprender que el amor de Dios no tiene límites, y que, en cada sacrificio, en cada entrega, en cada perdón, Él nos llama a vivir en esa misma actitud de amor incondicional. Amén
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